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En los campos de desplazados de Dolow, miles de familias huyen de una combinación mortal de extremismo islamista y la peor sequía que ha visto el cuerno de África en 40 años.
En los campos de desplazados de Dolow, en el sur de Somalia, hay cosas que parecen juegos de niños pero en realidad son muestras de la catástrofe humanitaria que atraviesa el país africano. Aquí los pequeños, por ejemplo, chutan balones cilíndricos. Bidones amarillos que hacen rodar por la tierra con sus pies descalzos. Los llenan en los concurridos puntos donde las organizaciones humanitarias han instalado grifos de los que brota, dotado de un mágico brillo por el reflejo de un sol inclemente, ese líquido que el cielo les ha negado desde hace demasiado tiempo. Avanzan con chutes cortos hasta sus cabañas, hechas con retorcidos palos secos y cubiertas con lonas, que forman una vasta mancha colorida en esta tierra llana y árida. Una mancha que se expande día a día con el incesante goteo de familias que huyen de una combinación mortal de extremismo islamista y la peor sequía que ha visto el cuerno de África en 40 años.
Aquí, los balones no son balones. Tampoco los columpios son columpios. Lo más parecido a uno se encuentra a la entrada del precario hospital de Trocaire. Un balde de plástico negro que pende de cuatro cuerdas atadas a una báscula sujeta a un marco de madera. El vaivén del columpio no provoca reacción alguna en su ocupante, la pequeña Rahma, de cuatro años. La falta de interés por los juegos es una de las señales que delatan a un niño desnutrido. La cinta métrica que le ajustan al brazo, un instrumento que los sanitarios utilizan para detectar la desnutrición en los niños, confirma lo que ya anunciaban sus párpados medio caídos y su inexpresividad desarmante. Menos de 11 centímetros. Rojo. Desnutrición grave.
El agua no llega
Somalia tiene dos temporadas de lluvias al año y, en una sociedad en la que impera la economía agrícola de subsistencia, miles de hogares se ven empujados al límite si el agua no llega. Sucede que las últimas cinco temporadas de lluvia han fallado. Y nadie espera mucho tampoco de la próxima. Al menos 3,8 millones de somalíes han abandonado sus casas y muchos se hacinan en campos de desplazados como los cinco que han brotado alrededor de Dolow. La ONU calcula que, para este verano, habrá 1,8 millones de niños menores de cinco años con desnutrición grave. En 2011 Somalia sufrió la que se considera la peor hambruna que ha habido en el mundo en lo que va de siglo XXI. Murieron 260.000 personas. En aquella ocasión, fueron solo tres las temporadas de lluvia fallida.
Los expertos tienen claro que la situación es consecuencia del cambio climático. La ciencia demuestra que las sequías y otros fenómenos extremos, como las lluvias torrenciales, son ahora más frecuentes. El ciclo de desastres se acorta. Efectos del calentamiento global. Un fenómeno, producido por las emisiones de los países desarrollados, que se ceba con Somalia pese a que el país tiene poca responsabilidad: apenas genera tantas emisiones de CO2 como Andorra.
Al menos 1,1 millones de somalíes han abandonado sus casas y se hacinan en campos de desplazados como los cinco que han brotado alrededor de Dolow
La falta de lluvias golpea con dureza a otros países del cuerno de África, como Kenia o Etiopía. El hambre se extiende debido a la sequía, combinada con otros factores globales, entre ellos los problemas de suministros derivados de la pandemia de covid-19 y el encarecimiento de los alimentos y los combustibles por la guerra de Ucrania. Pero en Somalia entra en juego un factor adicional que dispara el potencial destructivo de la crisis: el conflicto armado que devora al país.
Somalia apenas genera tantas emisiones de CO₂ como Andorra. Siete mil veces menos que, por ejemplo, Estados Unidos
Los 17 millones de habitantes de Somalia llevan décadas padeciendo guerras civiles y gobiernos frágiles, apoyados por la Unión Africana y por Estados Unidos, que intenta que el país no se convierta en un fortín terrorista. Un clima de inestabilidad que ha sabido explotar Al Shabab, una de las ramas más activas y fuertes de Al Qaeda. La elección de un nuevo presidente el año pasado creó un clima de frágil esperanza al que han seguido importantes victorias de las fuerzas gubernamentales. Pero los milicianos de Al Shabab, ahora aún más impredecibles por sentirse acorralados, continúan sembrando el terror en la capital y aún controlan amplias zonas rurales, donde cobran impuestos a los empobrecidos granjeros, reclutan a sus niños y hasta, en un alarde de crueldad desquiciada, envenenan sus pozos de agua.
Las zonas rojas bajo el dominio de Al Shabab, igual de golpeadas por la sequía pero inaccesibles para las organizaciones humanitarias, complican no solo la prestación de ayuda, sino también la propia evaluación de la magnitud de la crisis. Esa dificultad es uno de los motivos por los que, a pesar de que la palabra está en boca de todos sobre el terreno, las autoridades aún no han declarado oficialmente la hambruna. Pero hay más factores.
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